Lima: poder, centro y centralidad. Del centro nativo al centro neoliberal

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Wiley Ludeña2

Resumen1

El centro y la idea de centro es una forma de construcción histórica práctica e ideológica que se origina y se reproduce como expresión de las demandas de reproducción social, económica, política, cultural y simbólica de determinados sectores en su experiencia de producir ciudad. El artículo ofrece un panorama general sobre la evolución y las transformaciones del área central de Lima desde su existencia pre inca e inca, hasta su posterior constitución colonial y republicana. Concluye con un registro de la situación actual. El área central es analizada tanto en su condición de realidad específica, como en relación al conjunto de la ciudad y la sociedad. Los problemas son evaluados desde la perspectiva de su significado económico, político, social, cultural, antropológico, arquitectónico y urbanístico.

Palabras claves: Lima, Historia urbana, Evolución del centro, Transformación de la periferia.

1. Introducción

Cuando Lima era el Perú -y aún continúa siéndolo-, hubo un transgresor impenitente que recorría los bares de la Belle Epoque limeña con una sentencia irrefutable: «El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert«. Este transgresor profesional era Abraham Valdelomar (1888-1929), un fino escritor conocido por el Conde de Lemos. No era limeño. Había nacido en una tranquila provincia al sur del Perú.

Julio Ortega ha encontrado en esta célebre frase de Valdelomar más que la constatación de una realidad que alude a la hipérbole del centralismo limeño: la ausencia de un «centro» en el mapa personal del escritor del Caballero Carmelo (Ortega,1986:14). Y es que en el fondo, antes que el reconocimiento de una situación con la que podía sentirse identificado, Valdelomar no estaba sino convirtiendo en ironía su propia desesperanza de encontrarse en una ciudad que le provocaba, en el fondo, antes que identificación, nostalgia por esa tranquila Lima colonial, seguramente evocada por sus padres, o el mundo bucólico de la provinciana casa materna. De ahí que el principal espacio de su literatura no haya sido precisamente la Lima de la Belle Epoque, sino el mundo provinciano, el ámbito de la ciudad materna. De algún modo su propia actitud, entre errática y angustiosa por exhibir un ethos burgués supuestamente más moderno que la ciudad que lo acogía, no exprese sino todo lo contrario: que la ciudad que él había convertido en escaparate para mostrarse a sí mismo y lucir su gesto transgresor, era la que ya había adquirido parte de un ethos burgués más auténtico: una ciudad sin centro, o más bien, una ciudad donde la velocidad y el tiempo modernos parecían convertirse en el nuevo centro.

¿Cuál es la naturaleza y qué representa el «centro» en una ciudad? ¿Es una forma de materializar y reproducir la lógica del poder en el funcionamiento de las ciudades? ¿O es el resultado de una necesidad casi biológica de la población urbana por delimitar -como lo haría cualquier animal- el epicentro de un territorio definido bajo su dominio? ¿Por qué muchas ciudades mantienen un solo centro? ¿Y por qué y a partir de qué condiciones surgen en una ciudad otros centros alternativos? ¿Cuáles son las relaciones entre la existencia de un determinado tipo de centro y las estructuras totalitarias o democráticas de la sociedad?

Los temas del centro, la centralidad y otros fenómenos análogos resultan por esencia multifacéticos y multidimensionales, tanto como los «centros» que constituyen para sí la sociedad, cada grupo social o los individuos. De otro lado, no hay centro y centralidad sin interpretación política, económica, social, cultural o simbólica, lo que le otorga al problema una dimensión de fenómeno complejo. En este contexto la discusión sobre el centro, la centralidad y la periferia puede resultar tan contradictoria como la discusión sobre autoritarismo y democracia, sobre dominio centralizado y participación igualitaria, sobre identidad social autorreferencial e identidad social no jerarquizada.

La existencia práctica de los centros no supone el mismo escenario que el discurso ideológico sobre éstos: tal es otro rasgo del problema que lo hace más complejo en su abordaje. Entre centro real y discurso sobre la centralidad, existe una multiplicidad de lecturas y enfoques. No es lo mismo referirse al centro y la centralidad desde las fronteras de la periferia, como tampoco lo es convertir en reflexión el tema del centro desde las entrañas mismas de su territorio. Y tampoco nunca será igual «retorizar» el centro desde los intereses de los que precisan urgentemente un hito de referencia, casi en los mismos términos de Valdelomar y de los que detentan otros poderes, que referirse desde un contexto que no precisa de formas centralizadas de autorrepresentación.

La historia de Lima es un buen ejemplo para reconocer la naturaleza compleja y dinámica de la constitución histórica de una centralidad autosuficiente y confrontada consigo misma y con sus espacios de alternancia. Es un buen ejemplo para observar también las relaciones de correspondencia entre centro y sociedad (y ciudad) institucionalizada, entre centro y dinámica autoritaria y/o democrática en la construcción social de la ciudad.

En un sentido la historia del Perú republicano y, por consiguiente, la historia de Lima ha sido y es la historia de un discurso recurrente sobre un centro siempre esquivo. Es la historia permanente de un discurso interesado por inventar un «centro» que ordene y pueda dar sentido a las aspiraciones de legitimación social y política de los diversos sectores sociales del país. Por ello, hacer república ha sido en el Perú y Lima sinónimo de buscar y construir de manera precaria un centro en la exacta dimensión de una tradición autoritaria (civil y militar), siempre insegura en virtud de su origen y legitimidad.

Ya el hecho de hablar de centro o centralidad es admitir que su existencia resulta problemática. Su no-discusión significaría admitir, en un escenario, que el centro o los centros que existen son una especie de estado natural de existencia consensuada de la ciudad y la sociedad. Y por otro, que éstos no existen o no son necesarios, habida cuenta de una sociedad democrática que no precisa de formas de centralismo cooptativo, o de símbolos unificadores o de epicentros que irradian un determinado orden establecido.

Es evidente que en sociedades y ciudades desinstitucionalizadas, desprovistas de identidades constituidas, de redes sociales organizadas y de una sociedad civil fortalecida, la búsqueda y retórica del centro (o de muchos centros) ha supuesto la afirmación de un territorio dispuesto bajo el control de un orden dominante. El centro, antes que un punto de llegada, es un punto de salida para legitimar la expansión del poder económico y social de turno. Ésta es la historia de la sociedad y de la ciudad peruana o latinoamericana.

Así como no existe una sola memoria urbana, sino más bien muchas encontradas y desencontradas, asimismo no es posible hablar de un solo centro. Existen diversos centros en formación, en constitución y en pugna permanente. Existe un centro constituido por el poder político. Pueden existir otros en correspondencia con los intereses de centralidad del poder económico y social. Y también existen otros centros en los que coinciden todos los intereses del poder constituido. Este fue el carácter del centro de Lima hasta los años veinte.

Por otro lado existe el centro o los centros de los que más tienen, y los otros de los que menos tienen. Existen centros invisibles y otros más visibles. Existen centros evocados y otros reales. Asimismo, no representa lo mismo la experiencia social de vivir la centralidad, que el discurso social sobre esta centralidad, discurso que la mayoría de las veces se hace ideología del poder (o sobre el poder), como también ideología contra el poder. Lo cierto es que en la historia urbana latinoamericana -por lo menos aquella referida al periodo republicano-, la creación y delimitación del centro y/o los centros ha sido obra exclusiva del poder. No existe, por lo menos en el caso peruano, un centro creado desde los requerimientos de la sociedad civil.

Así como la enfermedad terminal de todo autoritarismo es una feroz dictadura, asimismo la deformación de todo centro cooptativo es el centralismo, por esencia antidemocrático y base de todo autoritarismo. La ciudad no sólo tiene centro, sino que ella misma puede ser el centro de la vida nacional. Este es el resultado histórico que define no sólo la trama urbana de las repúblicas latinoamericanas, sino la estructura de nuestras sociedades. En el Perú de los ‘40 la población urbana representaba el 30%, y el 70% lo constituía la población rural. Hoy estos porcentajes se han invertido rigurosamente.

Nuestras ciudades encarnan una múltiple condición de centralidad, para configurar esta condición en un modo de experimentar socialmente las ciudades. Aquí la movilidad permanente de los centros, siempre fugaces como precarios, expresa precisamente la precariedad del tejido social, económico y político de nuestras sociedades. Una especie de centro itinerante impulsado por centros que huyen de sí mismos (una vez que el pueblo los hace suyos, como sucedió con el centro de Lima tomado por la migración del siglo XX), o de su afán por identificar centro con isla de poder autocontrolada y protegida.

2. Lima: el centro como construcción histórica

2.1. El centro nativo versus el centro colonial

Cuando los españoles se constituyen en el valle de Lima para construir la capital del virreinato del Perú, el área estaba ocupada por unos 40.000 habitantes. Entonces existían en la zona, con distintos grados de uso, dos complejos urbanos de singular importancia: Cajamarquilla y Pachacamac. Lima era entonces una especie de ciudad de ciudades. O más bien se trataba de una ciudad (o anticiudad, en el sentido occidental) constituida por un todo unitario de relaciones humanas y espaciales, antes que por un todo unitario físico-espacial. Una ciudad propia de una racionalidad precanónica y topológica.

A parte de la existencia de una multitud de centros pequeños, representados por las decenas de huacas ubicadas en puntos estratégicos de todo el territorio, esta red urbana llegó a poseer en una fase tardía un «centro» de mayor significación, en el que se encontraban ubicados el palacio de Taulichusco, el cacique de la cultura Lima, una Huaca para la casta sacerdotal y las ofrendas colectivas, así como el punto de control de aguas para regar parte del valle. Era un centro político, religioso y de control productivo.

La ciudad colonial se erige en este mismo centro. Mejor dicho, se superpone rigurosamente sobre la trama preexistente con los signos de la misma violencia cultural de casos similares, como el Cuzco o Cajamarca. El centro de Taulichusco sería el centro de Pizarro. La parcela ocupada por la dacha nativa sería reemplazada por la catedral católica. La antigua cancha sería reciclada por la plaza ortogonal hispánica. El mensaje era absolutamente claro: no sólo se trataba de una violenta apropiación de una preexistencia urbana, sino de una refundación simbólica de trágicas consecuencias en la identificación entre sociedad nativa y su centro social y existencial. Aquí, los cánones de fundación pasaron a un segundo plano, como que la plaza central del damero tuvo que ubicarse de manera excéntrica para establecer una perfecta coincidencia entre la ciudad impuesta y la ciudad preexistente. El poder y la racionalidad eurocéntrica del yo conquistador erigidos sobre la preexistencia conquistada. Los principios de un orden ideal renacentista impuestos sobre un orden nativo mitopoético y topológico.

La ciudad colonial convierte al centro en sinónimo de la ciudad: Lima es el centro y el centro es Lima. Tras una fase de adaptación al medio preexistente, mediante la cual el orden impuesto deviene conciliatorio con las condiciones preexistentes, se produce una fase de expansión dentro de las limitaciones de una muralla construida para evitar el acoso de los piratas. Este orden urbano y su centro correspondiente se mantendrá prácticamente inalterado en su lógica inherente hasta décadas después de la declaración de la independencia de España, en 1821, y la demolición de la muralla entre 1870 y 1872.

2.2. El centro de la República Aristocrática

La idea de centro-centro surge en el preciso instante que se decide la demolición de la muralla, y aparecen las ideas de suburbio y periferia. Ésta es una operación que se produce cuando Lima experimenta una primera fase de modernización de sus estructuras a mitad del siglo XIX, como consecuencia del llamado «ciclo del guano», el primer ciclo de expansión económica del Perú republicano. Esta primera fase de origen y delimitación socioespacial del centro se extenderá hasta fines de la década del treinta del siglo XX. En este marco, la conversión definitiva del espacio ocupado por la ciudad colonial en el nuevo «centro» de la ciudad de Lima, se iniciaría recién a principios del siglo XX, cuando este nuevo epicentro urbano deviene tema de discurso político como producto de la necesidad de legitimación social del emergente poder oligárquico (Ludeña, 1996:15-30)

Entonces Lima se jerarquiza a partir de un «centro» con la previsible utilización del típico esquema radial, lo que se tradujo en la instalación de ejes axiales (el anillo de circunvalación interna y las grandes avenidas) que unen el núcleo histórico de Lima con subcentros extraurbanos (Miraflores, Barranco, La Punta, Chorrillos). La expansión deviene unidireccional en su orientación, la cual se da prioritariamente en dirección al mar y a los subcentros-balnearios ubicados en la faja costera.

Tras la demolición de las murallas, Lima empezó a experimentar al mismo tiempo un proceso complejo y contradictorio de desestructuración y afirmación del centro: por un lado, la tendencia al abandono del área central de la ciudad como lugar de residencia, mientras que por otro, la reafirmación de los atributos de una nueva centralización que expresara las demandas oligárquicas de una estructura de poder centralizada y autoritaria. Seguir viviendo en el área central o abandonarla para residir en la periferia: he ahí el dilema en el que empezó a debatirse la elite social limeña desde mediados del siglo XIX con su fascinación por Chorrillos y, más tarde, al inicio del siglo XX, con su interés de residir en los balnearios como La Punta, Miraflores o Barranco.

La tendencia centrífuga hacia el suburbio, y por consiguiente, el surgimiento de la villa suburbana en el sentido moderno, tendrá lugar en Lima en el marco de un encuentro de factores múltiples que, por diversos razones, se dan prácticamente en la misma época. La demolición de la muralla de Lima (1870-72), que abriría las posibilidades de concretar la idea de una ciudad sin límites, ya sugerida en décadas anteriores con la instalación del transporte ferroviario a Chorrillos y el Callao (1848-1858), sería un factor importante. Y lo sería también el hecho de que experiencias como las del barrio La Magdalena (1872), con sus villas y chalets surgidos, se conviertan en una real alternativa de vida.

Aun cuando las deplorables condiciones sanitarias del centro hayan actuado también como un factor decisivo para el inicio del abandono del área central por parte de la elite social de entonces (las devastadoras epidemias de fiebre amarilla y peste bubónica de 1868 y 1903, respectivamente, tuvieron un dramático impacto social), el origen de la elección por el suburbio como punto de residencia de la oligarquía limeña no se debe sólo a estas condiciones, ni es producto, por consiguiente, de un gesto de banalidad motivada por el interés de estar «a la moda» americana. Este hecho, el éxodo entusiasta del centro hacia el suburbio verde y asoleado por parte de los miembros de la elite limeña, resulta expresión de un concreto programa político y cultural resuelto en términos urbanísticos. Aquí, el éxodo (sin casa, pero con todos los enseres y personal doméstico) de quienes no volverían más al área central salvo como miembros de la burocracia gubernamental, se iniciaría como fenómeno sistemático en la Lima finisecular. Entonces la vieja, imponente y abandonada casona colonial o republicana comenzaría -por gestión de los propios dueños- a ser objeto de múltiples subdivisiones, alquileres e historias de tugurización.

La idea de ciudad concebida como «obra de arte» es el principio rector en los planes realizados durante este periodo. La ciudad se asume con un todo artístico inanimado, el cual debe ser transformado como una enorme escultura de perspectivas variadas, donde la representación del poder se dispone para reforzar los símbolos de la centralidad urbana. En este esquema no interesa la existencia de la ciudad de los pobres: ésta es excluida de la idea de ciudad a transformar. Bajo el esquema de «civilización y barbarie» se piensa que el orden de la ciudad oficial, en tanto factor de civilización, debe «corregir» los males de la «otra» ciudad, no vista.

En este marco, el discurso sobre el centro aparece como respuesta a dos fenómenos contradictorios. En el primero de ellos, la ideología del centro deviene contradiscurso ante la fascinación creciente por la periferia. El segundo se trataba de la doble moral oligárquica respecto de la ciudad, toda vez que el centro de su principal fuente de acumulación nacía del control y explotación del mundo agrario, y no de la ciudad propiamente dicha.

Si la administración del presidente Ramón Castilla (1845-1851 y 1855-1866) había optado por renovar la ciudad existente entrelazándola mejor con su entorno, y José Balta (1868-1872) había resuelto prefigurar, a partir de 1868, una «ciudad nueva», sin límites y con ensanches continuos, la administración de Nicolás de Piérola (1895-1899) se decidirá, a partir de 1895, por la transformación de la city, y la redefinición entre centro y periferia a partir de la legitimación del suburbio y la implantación de una red vial más fluida y claramente delimitada. Aquí, esta nueva red vial que atravesaría el mismo centro de Lima (por ejemplo: las avenidas La Colmena y Central) para articularse con la periferia, fue concebida como una red extendida de vías que, a modo de grandes parámetros de control urbanístico, debían posibilitar en torno a ellas el más completo laissez faire del negocio urbanístico (Ludeña, 1997:129).

Hasta el inicio de esta nueva fase de creación del nuevo centro republicano, éste coincidía en términos geográficos o de ubicación con el viejo centro colonial, en el que se concentraba el poder religioso, militar, político y social en una especie de trama indeterminada donde tipología de base y tipología especial coincidían de manera no diferenciada. El centro era la ciudad. Y la ciudad era el centro. Quinientas hectáreas de vida y poder. En cambio, el centro republicano es el centro de la diferenciación funcional y del surgimiento de un nuevo poder: el financiero y comercial, con su aspiración permanente de autorrepresentación simbólica. En el caso de Lima, esto empezará ya iniciado el siglo XX, cuando la ciudad pasó a convertirse no sólo en un espacio sujeto de inversiones y del desarrollo de una intensa actividad mercantil, financiera y inmobiliaria, sino en una ciudad con una serie de nuevas exigencias relacionadas a los requerimientos de un nuevo ciclo de expansión de la economía peruana: el ciclo de la explotación minera y agroindustrial (haciendas de algodón y azúcar). Entonces, Lima se convierte súbitamente en un exclusivo espacio de intermediación (y no de producción) entre los distintos actores vinculados a esta economía base.

Al no asumirse este nuevo ciclo de expansión económica de Lima, basado en la acumulación del sector industrial, la ciudad correspondiente al modelo agroexportador, impulsado por la oligarquía, era una ciudad a medio camino entre una especie de Business District burgués y de Residentstadt aristocrático, y un centro mediatizado. La oligarquía agroexportadora, provinciana, que vivía más en la hacienda y en el campo, deseaba una ciudad tranquila pero al mismo tiempo civilizada, un pedazo de París en medio de «buenos salvajes», y algunas cuotas de infierno urbano.

Por ello, Piérola redefinió el nuevo centro como espacio económico-financiero, y le ofreció a la oligarquía limeña la urbanización del suburbio y la villa pintoresquista. Le otorgó un espacio para realizar cómodamente el ritual oligárquico del club, del hipódromo, del juego de tenis, del paseo dominical en La Exposición y del café con orquesta vienesa en el Café Estrasburgo. Además, le ofrecía una ciudad apta para recibir a todas las instituciones oligárquicas que se iban sumando al ya existente Club Nacional, las que se fueron creando como espacios de sociabilización y expresión política: la Cámara de Comercio (1888), la Sociedad Nacional de Industrias (1895), la Sociedad Nacional de Minería (1896), la Sociedad Nacional Agraria (1896). El recién creado Jockey Club estaba destinado a ser un espacio simbólico importante. Lo era también el Lima Polo and Hunt Club. El Lawn Tennis Club tenía el mismo significado: ser un inevitable punto de encuentro para la clase alta.

No existe centro sin discurso sobre el centro. Y este es un fenómeno que acompañó este periodo de inicios del siglo XX. La ciudad, entonces, ya no sólo se concebía como un espacio de arquitecturas y costumbres previsibles. También empezaba a concebirse como un espacio sociológico, demográfico y ecológico a estudiar y planificar.

En este marco, y con el propósito de desarrollar un mejor «manejo» de la ciudad desde la perspectiva de la población, la Municipalidad realizó diversos censos. En el año de 1891, la Municipalidad encargó a Pedro de Osma la dirección del primer censo posterior a la guerra del Pacífico. Igualmente, en el año de 1903, la Municipalidad autorizó a Víctor Maurtua la realización de otro censo. Y finalmente, en el año de 1908, el doctor Enrique León García realizó un censo de la ciudad de Lima y el Callao, con una cartilla en que se incluían variables hasta entonces no consideradas, como el tipo y área de las viviendas, el grado de salubridad, entre otras.

La ciudad como objeto de estudio y planificación. La ciudad como discurso y metadiscurso. La ciudad como objeto deliberado de contemplación. La ciudad sabiéndose ciudad: he ahí parte de los principales rasgos a partir de los cuales es posible inferir la existencia, a partir de este período, de un momento particular en la historia de la conversión de Lima en objeto de discurso teórico y proyectivo. En este contexto, el centro se hace recién centro: adquiere su propia identidad social y espacial.

Como proceso global, este primer periodo de la historia republicana de Lima representa un primer gran esfuerzo de transformación de las viejas estructuras de una ciudad que se había mantenido virtualmente sin modificación alguna por más de trescientos años. Es en esta fase cuando Lima desarrollará todos aquellos rasgos que, bajo distintas formas de expresión, aparecerán posteriormente en ella, casi de modo tal que la Lima del siglo XX hasta hoy no hará sino seguir los caminos trazados en esta primera fase. Leguía y los que le sucedieron reforzaron y continuaron la orientación y la lógica de crecimiento urbano establecida o sugerida por Piérola al reforzar el triángulo Lima-Magdalena-Miraflores, y al fijar, con el Paseo Colón y la urbanización respectiva, la dirección sur como la zona a la que debía dirigirse el emplazamiento del hábitat de la clase alta limeña. Mientras que al reorientar el destino social del barrio de La Victoria (inicialmente previsto por Balta como el nuevo barrio de administración y de residencia para la clase gobernante) estaba señalándose el estilo y la dirección en la que debía emplazarse el hábitat popular.

Un rasgo importante de este período es la introducción de cambios respecto de las formas tradicionales de control, gestión y transformación de la ciudad, heredadas desde la colonia. Por un lado, la ciudad dejaba de convertirse en el monopolio de las decisiones personales del jefe del gobierno o de la comuna, para abrirse -en el marco del discurso librecambista del siglo XIX- a la iniciativa conjunta, coordinada o diferenciada tanto del sector privado como estatal. Obviamente, la casi totalidad de las iniciativas de transformación urbana, así como la realización de las principales obras, estuvieron a cargo de particulares. Con excepción de iniciativas promovidas desde el gobierno, como el caso del balneario de Ancón o la realización del Plan de Luis Sada, su papel fue reduciéndose en la exacta dirección sugerida por el liberalismo económico y político: encargarse del control del orden público, administrar el estado de la nación, proveer y garantizar fondos para el beneficio privado y formular el marco jurídico pertinente.

En relación al centro, y mientras se observa un proceso de fortalecimiento de éste como espacio residencial del poder económico y comercial, acontece también el inicio de un proceso de éxodo por parte de la elite oligárquica. Este hecho va a significar la asignación de un nuevo rol a este espacio de la ciudad: ya no sólo centro político-administrativo y comercial, sino que además residencia para la nueva clase media o los nuevos migrantes provincianos. Estos últimos no fueron los primeros que buscaron vivir en las casonas señoriales posteriormente tugurizadas. Fue la propia oligarquía quien se las ofreció tras subdividirlas hasta la mínima expresión sin mas interés que lograr la máxima renta y lucro posibles. En todo caso, el éxodo oligárquico del centro no fue una fuga necesariamente motivada por el sol y el aire fresco del suburbio, sino que constituyó, al mismo tiempo, un buen negocio que le permitiría vivir luego de rentas acumuladas. Por otro lado, su desplazamiento seguro hacia el centro había sido garantizado con la apertura de las Avenidas Central y del Interior, las que, cual versiones limeñas de la Regent Street londinense o la Avenue de L’Opera parisina, debían conducir a los oligarcas limeños desde sus casas al centro mismo, sin necesidad de tropezarse con la inmundicia dejada por los «callejones», el «populacho» y las «casas de vecindad».

La Lima dejada por la «República Aristocrática» es una ciudad que no había resuelto en absoluto los problemas que ya a mediados del siglo XIX se observaban: déficit de viviendas y servicios, cuadros extremos de hacinamiento e insalubridad, entre otros. Por el contrario, estos problemas se habían agudizado aún más durante la gestión oligárquica de la ciudad. El doctor Enrique León García señalaba en su estudio de 1903, y ratificaba luego en su tesis doctoral, que el 77% de los habitantes de Lima vivían «mal alojados» y que el 10% vivía en condiciones de «suficientemente alojados», mientras que sólo el 13% vivía con holgura en el espacio habitable. La Lima de los grandes abismos sociales estaba ya revelada en estas cifras: o vivían bien (unos pocos) o vivían muy mal (la gran mayoría). El espacio para formas intermedias era apenas reducido (León, 1903; Eyzaguirre, 1906 y Basurco, 1906).

Por otro lado, dos fenómenos conectados con esta misma problemática, y que por lo general han sido vistos como productos típicos del desarrollo limeño a partir de la década de 1950, ya constituían también parte del paisaje limeño durante este período: el fenómeno de la tugurización del centro y el problema de las «invasiones» o «barriadas». Ciertamente, la subdivisión de las casonas para alquilarlas no demoró mucho en convertirse en un fenómeno, sobre todo en la periferia inmediatamente cercana al centro. Lo cierto es que en la Lima finisecular, los cuadros de tugurización y hacinamiento en la periferia inmediata al área central eran tan graves como los son aún en la Lima del 2002. Sólo en la zona comprendida entre la Avenida Abancay y la Plaza Italia, en el sector de Barrios Altos, la densidad era de más de 357 habitantes por hectárea, con callejones como el «Callejón Otaiza», en el cual vivían cerca de mil asiáticos repartidos en cien habitaciones-cuarto (Burga y Flores, 1981:14).

La Lima del siglo XIX y su centro constituye una ciudad surgida desde las bases mismas de un discurso político y económico anclado a veces en el liberalismo mas recalcitrante, como el de Balta o Piérola. Esta Lima es la ciudad hecha a imagen y semejanza de la voracidad económica privada y la plena identificación del Estado con este hecho. Todas sus miserias y esplendores son los mismos que los de sus propios gestores, quienes la explotaron (y la hicieron explotar, a propósito de la demolición de la muralla) sin más límites que la obtención de la fortuna fácil. En ningún momento se buscó el desarrollo de una ciudad de consenso, una ciudad menos estratificada, es decir, una ciudad como la de las administraciones de Bismarck en Alemania, Napoleón III en Francia o la de los conservadores ingleses de Disraeli; los mismos personajes europeos a los que se trataba de imitar, pero sin recoger aquellas lecciones que ellos mismos procesaron luego de las revoluciones como la de 1848: forjar una ciudad alejada de todo liberalismo a ultranza, y en la cual el Estado juegue un papel importante en su control y la transformación. Es decir, una ciudad donde el derecho público y privado y los diversos intereses puedan tener algún nivel de coordinación, claro está, bajo la égida de un Estado centralizado.

En el caso de Lima no sólo no ocurrió este cambio, sino que por el contrario, con la República Aristocrática, las posibilidades de forjar una ciudad de todos fueron canceladas completamente por la vía de afirmar aún más las diferencias entre los distintos estratos de la sociedad limeña. Si el liberalismo del siglo XIX había implantado la ley de la selva, en virtud de la cual cada uno forjó la ciudad que podía -la que sus posibilidades le permitían-, la oligarquía erigió y estableció las fronteras físicas y espaciales de la nueva Lima. Si la burguesía en ciernes había sido la que consiguiera derribar las murallas de Lima en 1872, la oligarquía de fines del siglo se encargaría de levantar las nuevas murallas sociales entre las distintas partes de la ciudad: una ciudad de espacios diferenciados, protegidos y separados totalmente del indio y de la población obrera. En realidad, hasta el advenimiento de esa mezcla de capitalismo de Estado y liberalismo que supuso el régimen de Augusto B. Leguía en la década del 20, la ciudad de la República Aristocrática tuvo más de «ciudad liberal» que de ciudad «post liberal», para decirlo en términos de las categoría empleadas por Leonardo Benévolo en su Historia de la Ciudad (1983:813-871).

Casi cien años después, la historia nos depara un curioso «retorno» a la exaltación oligáquica del liberalismo decimonónico. Si Piérola inauguró el siglo XX con un discurso ultraliberal de la economía, donde el discurso neobarroco de la ciudad podía ir de la mano con un mercado inmobiliario desregulado, sin más regla que el de la selva urbana, el siglo XX se cierra con una réplica neoliberal y sin más parámetros de control que las leyes de un mercado capitalista salvaje. ¡Qué curioso! En ambos casos el tema del centro histórico aparece como pieza clave en la construcción de una cierta identidad social y colectiva, pero lógicamente, con diferentes contenidos.

2.3. El nuevo centro de la Patria Nueva

La historiografía social y política del Perú ha señalado al gobierno de Augusto B. Leguía (1919-1930), llamado también el oncenio leguista, como un hito que marca el fin y el inicio de una etapa. Significa el fin de la llamada República Aristocrática y el inicio de la modernización capitalista de la sociedad peruana. Sin embargo, esta división entre una y otra etapa del desarrollo social peruano parecería no tener lugar en el ámbito de la producción urbanística misma, al menos en lo que atañe a la idea de ciudad que estuvo a la base tanto del urbanismo oligárquico como del discurso urbanístico de la administración Leguía.

Más allá de la estética del progreso capitalista y la fascinación por los signos de la tecnología de la velocidad y el tiempo aparecidos con el oncenio leguista; más allá de la aplicación de nuevos métodos en la producción urbana, la ciudad edificada durante este gobierno se sustentó -en esencia- no sólo en los mismos fundamentos del discurso urbanístico oligárquico, sino que fue en realidad una versión amplificada de aquella ciudad prefigurada por el plan de Nicolás de Piérola. La expansión vía la implantación de las grandes avenidas y nodos circulares al estilo haussmaniano; el desarrollo de la urbanización pintoresquista tipo ciudad jardín de planta tardobarroca; la idea de una ciudad sin límites en su expansión; el desarrollo de una ciudad segregada socialmente: he ahí parte de los principios básicos de la ciudad soñada tanto por José Balta como por Nicolás de Piérola, y que sólo Leguía pudo desarrollar en su máxima plenitud. De otra parte, el mismo Leguía, desde los tiempos de su participación como ministro de economía en el gobierno de José Pardo (1904-1908), no sólo estaba vinculado de algún modo a la gestión urbana de la administración de Piérola y el alcalde Federico Elguera, sino que su experiencia urbana tenía que ver más con los ideales del discurso de la República Aristocrátrica que con el urbanismo del capitalismo salvaje al estilo de la parrilla de Manhattan. En términos urbanísticos, Leguía es a la administración de José Prado como Piérola es a la administración de José Balta: auténticos puntos de contacto y factores de continuidad entre una fase y otra.

¿Qué ha significado el gobierno de Augusto B. Leguía para la ciudad de Lima y el urbanismo limeño?

De una u otra forma, casi todos los gobernantes del Perú han tenido en la ciudad de Lima a uno de sus objetos preferidos de intervención. Pero si realmente existe alguien para quien esta relación tuvo el sentido de una relación vital desde el punto de vista no sólo de la existencia política, económica o cultural, este es Leguía. Lima fue para Leguía como los capitales norteamericanos fueron para la expansión capitalista en América del Sur.

Para Leguía, Lima adquirió una importancia estratégica como escenario físico y fuente de representación y resonancia simbólica. La razón se debió esencialmente a la necesidad de poner en práctica tres de los principales objetivos de su política gubernamental: la centralización política del Estado, el desarrollo de una demanda de consumo básicamente «urbana» para dinamizar la oferta industrial y comercial capitalista, y el desarrollo de nuevas estrategias de simbolización de un poder moderno y cosmopolita.

Si bien el oncenio se preocuparía por desarrollar un nivel de integración regional a través de la ampliación de la red vial nacional, la ciudad de Lima devino razón y expresión acabada de una política decididamente centralista de fortalecimiento y modernización del Estado. Así como Leguía terminó por subordinar los intereses de las clases dominantes al Estado, y éste al capital financiero norteamericano, asimismo la ciudad de Lima terminó subordinándose en todos los niveles a las necesidades de esta política de concentración estatal, y a los intereses del capital norteamericano que harían posible esta transformación. Lima fue una exacta metáfora de lo que sucedía a escala nacional. En estas condiciones, la ciudad de Lima no sólo debía constituirse en la sede privilegiada de este plan de centralización política del Estado, sino que debía representarla a través de una estructura y estética urbana pertinentes.

Para el gobierno de Leguía estaba claro que impulsar el desarrollo capitalista en el Perú implicaba al mismo tiempo el desarrollo de un mercado de consumo pertinente. Y estos hechos implicaban a su vez la ampliación de la faja de consumidores y el desarrollo de nuevos espacios para tal efecto. De ahí que estuviera claro que no podía tener lugar este desarrollo sin contar primero con una amplia clase media, y en segundo lugar, sin una ciudad concordante donde esta clase pudiera convertirse en un activo sujeto social de consumo de nuevos productos e imágenes.

Una economía urbana basada en el más ortodoxo laissez faire, laissez passer, donde capitalismo salvaje y Estado podían aparecer como las dos caras de una misma moneda. Donde la legalidad controladora no era sino una ficción literaria y donde la lógica de la especulación urbana carecía de cualquier parámetro de control, era evidente que debía producir una suerte de revolución librecambista en el ámbito de la expansión y modernización capitalista de la ciudad. Los datos revelan por sí solos este hecho: si Lima tenía en 1920 un área de 1.136 hectáreas, de las cuales 1.020 pertenecían a la parte urbana, en 1931 el área de Lima se había prácticamente duplicado: ésta contaba ahora con un área de 2.037 hectáreas (Bromley y Barbagelata,1945:105-109).

Durante el oncenio leguista, Lima no sólo vive un proceso de expansión acelerada, sino que consolida su papel de ciudad centralista y concentradora de los recursos económicos, la producción industrial y comercial, así como de la base administrativa y los principales servicios educativos y hospitalarios del Perú. Todo el programa de transformación urbana ejecutado por Leguía estaba dirigido a fortalecer precisamente este rol centralista de Lima y la condición de ser la ciudad excluyente de entrada y salida del comercio internacional peruano.

La Lima leguista es, pues, la ciudad que se abriría raudamente a los signos de una modernidad capitalista dependiente, pero también sería la ciudad que al mismo tiempo se abriría a los efectos de un proceso defectivo de urbanización en virtud del cual empezaría a convertirse en un polo de atracción de una migración campo-ciudad que tendría en la década de los veinte las primeras manifestaciones de fenómeno masivo.

La aceleración del crecimiento poblacional observada en la Lima de los años veinte, producto del incremento sustancial de la migración provinciana, puede resultar reveladora. Si en 1920 la población total de Lima-Callao era de 300.977 habitantes, ésta se había incrementado en 1931 a 442.300 habitantes, un 47,28% de crecimiento absoluto. En este proceso, la población de la ciudad de Lima (Cercado-La Victoria-Barrios Altos), que en 1920 había registrado una población de 173.007, se había incrementado en 57,6% para alcanzar en 1931 una población de 272.742 habitantes. Sin embargo, el incremento más espectacular se dio en el caso del distrito de Miraflores, el cual contaba en 1920 con una población de 9.733 habitantes, y 25.972 habitantes en 1931: un espectacular crecimiento del orden del 373,3%. Este último dato tiene más que ver con una suerte de «migración interna», debido a la elección de la zona sur de Lima como el área preferente de expansión urbana para los sectores medios altos y la oligarquía que había decidido abandonar el centro histórico de la ciudad. Para una población que en décadas pasadas no había sufrido mayor incremento -sólo aquel generado por el crecimiento vegetativo-, el aumento del 47,28% en una década supone, ciertamente, una suerte de revolución demográfica de Lima, un primer anuncio de confirmación de la política centralista limeña.

La ciudad leguista es, en muchos aspectos, una ciudad de profundos cambios. Pero no es una ciudad de ruptura o del inicio de una «nueva era», como pretendía ser vendida por la propaganda oficial del régimen. Más allá de los efectos innovadores de la modernización producida en la infraestructura urbana existente; más allá de la presencia de los nuevos exponentes del mundo tecnológico moderno, la cultura promovida desde el poder intentaba presentarse como un deliberado anacronismo aristocratizante. Es aquí, en el terreno de las mentalidades o las ideologías urbanísticas, donde es posible sostener la ausencia de cambios profundos. El Estado leguista no sólo fue ese Estado policial que puede recordar a gobiernos precedentes, sino que se encargó de restaurar y recrear toda la parafernalia comportamental y estilística anidada por la República Aristocrática. En este aspecto, el régimen leguista no implicaría cambio alguno. O mejor dicho, implicaría sólo la modernización de las formas manteniendo incólumes los viejos contenidos: cambiar para no cambiar. Jorge Basadre encuentra que el régimen leguista «revivió la tradición limeña de carácter áulico y cortesano, exhibida en la pleitesía ante los virreyes» (Basadre, 1970: 369). Por ello es que lo que podría aparecer como una contradicción abierta entre modernización capitalista y defensa de una estética historicista de estilo oligárquico, no lo es tanto. El factor encargado de disolver cualquier contrasentido sería la promoción de una cultura urbana basada en la conversión de la vida urbana en una gran fiesta cargada de frivolidad, decadentismo y un vacuo cosmopolitismo donde la población terminó siendo convertida en voyeur colectivo de la cultura del club privado y los paseos en automóvil. Dice con razón Julio Ortega que «el carnaval, el hipódromo y el teatro fueron los principales centros de expresión urbana del régimen» (Ortega, 1986:85).

Modernización y revivals de todo tipo: he ahí las dos caras de una misma puesta urbana y artística. La idea de Leguía era, después de todo, la de empatar dos proyectos que en términos de ciudad e incremento de plusvalías no eran tan antagónicas desde el punto de vista de esa oligarquía moderna promovida por el Piérola urbanista: la ciudad de la República Aristocrática con la ciudad gestionada por el capitalismo salvaje. La primera tenía que ver con la forma y los estilos, mientras que la segunda aludía al método y a los resultados. Todo esto explica por qué el régimen de Leguía fue el régimen donde la estética pintoresquista tuvo un desarrollo sin parangón, al lado de la especulación urbana más desenfrenada que la historia de Lima registre. Por eso es que en su régimen -como en la ciudad- convivieron al mismo tiempo el palacete «estilo tudor» con la casa económica art deco y el chalet «neocolonial» o «neo inca». El pintoresquismo devino una forma elocuente de cosmopolitismo conservador acrítico, donde la imitación de formas y estilos ajenos a la realidad no pasa de ser un atajo ilusorio para disminuir la distancia entre la metrópoli internacional y la periferia subdesarrollada, entre la autenticidad de lo moderno y el provincialismo del estilo retorizado.

Leguía no se desinteresó por el centro de Lima, como muchos han sostenido. Al contrario, tuvo demasiado interés en potenciar este espacio de la ciudad. Lo que sucede es que su interés pasaba por la construcción de «otro» centro en reemplazo del existente hasta entonces. Y este otro centro no debía ser sino el espacio donde debían concentrarse todos aquellos símbolos que debían expresar la construcción de esa Patria Nueva prometida. Para ello dispuso no sólo la demolición total de muchos edificios, empezando por el Palacio de Gobierno, sino también la ejecución de una serie de obras nuevas de distinto formato y tipo. Pero lo más importante es que dejó a los representantes del capital externo y al sector de esa burguesía industrial que él alentaba, que construyeran su parte. Así, de pronto el centro se llenó de sedes bancarias, casas comerciales extranjeras, hoteles, galerías comerciales y edificios de oficinas para la nueva burocracia estatal y privada.

Sin embargo, la nueva serie edificatoria levantada por Leguía no bastaría para transformar el área central de Lima de forma significativa. Además de ello, durante el oncenio leguista se dispuso la construcción de una serie de plazas y parques públicos no sólo en la dirección de afirmar una nueva estética urbana, sino también en la de oxigenar la comprimida área central precedente. Estas obras constituyen el segundo grupo de las obras promovidas por Leguía. Entre las principales se encuentran la plaza San Martín, el Parque Universitario, el Paseo de la República, la Plaza Victoria (a espaldas del Congreso), la Plaza Dos de Mayo y el pasaje Carmen o del Correo. Y un poco en la periferia del casco histórico se construyeron la plaza circular Jorge Chávez, el Parque de la Reserva y la Plaza Washington en la Avenida Arequipa.

Tras el derrocamiento de Leguía, la dinámica urbana impuesta por su régimen no registraría alteraciones significativas en las décadas posteriores, hasta el inicio de la década de los setenta. Por el contrario, no sólo se mantendrían como directrices básicas las tendencias ya registradas para el caso de Lima y el área central, sino que éstas conseguirían acentuarse aún más. Tal es el caso del proceso de verticalización del área central iniciado con Leguía y potenciado durante las décadas de los ‘50 y ’60, así como el proceso de «refuncionalización» administrativa y la aceleración del éxodo social de los antiguos habitantes del centro, para su reemplazo por una población migrante de bajos recursos.

2.4. El centro del Plan Moderno o la disolución del centro

Si el descubrimiento del suburbio como espacio de residencia y construcción de poder se constituiría, a partir de mediados del siglo XIX, en uno de los principales factores de transformación del centro de Lima, el Plan Piloto de Lima, formulado en 1949, trataría de ensayar su completa reestructuración a través de la casi total desaparición de su preexistencia edilicia y urbanística. Para este Plan, formulado como paráfrasis urbana de la utopía moderna lecorbusiana, el centro histórico, además de ser demolido por las mismas razones de la impugnación del autor de la Ville Radieuse a la ciudad antigua, debía ser cubierto por una nueva ciudad llena de bloques uniformados de pilotis y ventanas corridas. Todo un declarado tributo limeño al Plan Voisin de Le Corbusier.

La llamada Oficina del Plan Regulador de Lima fue constituida en mayo de 1946. Para los autores del Plan, la situación de la Lima de los años cuarenta registra los problemas característicos de aquellas ciudades que muestran un crecimiento acelerado y desordenado, razón por la cual «…se han tornado insufribles: falta de parques y de lugares de descanso; apiñamiento de edificios y de gente; congestión de tránsito; escasez de facilidades para el abastecimiento y la cultura, etc., son las características mas corrientes de cualquier panorama urbano». (Oficina Nacional de Planeamiento y Urbanismo ONPU:1990). Para el Plan Piloto, Lima no es una ciudad con elementos dispuestos dentro de una visión de conjunto, sino una simple aglomeración de barrios dispuestos de modo anárquico. El llamado Sector Central, comprendido entre las avenidas Tacna, Wilson, Bolivia (y la prolongación Ayacucho, antes Abancay) y el malecón del Río Rímac, registra «inaceptables condiciones». Se sostiene que el «centro» ha devenido un lugar donde se registran de manera clamorosa problemas de hacinamiento en las viviendas y carencia de espacios libres dentro y fuera de las manzanas, así como un «ambiente hostil» generado por un paisaje urbano de calles angostas, espacios sin árboles y arterias con múltiples congestiones de tránsito.

El nuevo centro prefigurado por el Plan Piloto debía ser un centro coherente con una ciudad de 1.650.000 habitantes como población límite. La propuesta -para el denominado por los autores Plan Sector Central-, debía corregir aquello que constituía sus principales problemas: el hacinamiento de las viviendas, la ausencia de espacios libres y la congestión de usos, tránsito y personas. La propuesta contempla, entre otras medidas, la continuación del ensanche de vías perimétricas (Avenida Bolivia, Avenida Abancay y el Malecón del Rímac), el reordenamiento del tránsito en la trama de vías centrales y la creación de gigantescas bolsas de estacionamiento a menos de 200 metros de cualquier zona del centro, así como la formulación de un Reglamento de Conservación del Patrimonio de «verdadero interés arquitectónico».

La apuesta del Plan es inocultable: aspira a la total demolición de la substancia arquitectónica y urbanística preexistente y su reemplazo radical por una elocuente muestra de urbanismo moderno en clave lecorbusiana: grandes bloques lineales en altura que se disponen sobre una superficie plana de áreas verdes, espacios de juego y estacionamientos. Es más: para asegurarse la imposibilidad de cualquier referencia pasadista en esta especie de trasplante urbanístico, el Plan prescribe la completa prohibición del llamado «estilo colonial» en los edificios, debido a que con ello «…se realiza una obra anacrónica creando un ambiente de incertidumbre».

El Plan Piloto de la Gran Lima representa un testimonio importante no sólo de una idea particular de ciudad y del área central, sino de un modo de pensar su transformación. Fue aprobado, finalmente, por la Resolución Suprema Nº 256 del 12 de septiembre de 1949 con la firma del Gral. Manuel A. Odría. Algunas de las propuestas principales de este Plan se han cumplido, sobre todo en lo que concierne al Plan Vial. Sin embargo, su principal objetivo, el del recambio estructural de toda la preexistencia edilicia del área central, nunca pudo ser concretado, para la satisfacción de muchos.

En realidad, el Plan Piloto de Lima no significaría una apuesta irracional por la desaparición de todo vestigio de centralidad urbana. Lo que pretendía era replantear los contenidos y formas de una nueva idea y escenario espacial para el centro de Lima, a través de la creación de un nuevo «centro» en la parte sur del viejo centro. En esto hay un gesto pretendidamente fundacional, tratando de emular la dimensión utópica del discurso urbanístico moderno. Este nuevo centro debía ser el gran «Centro Cívico de Lima», concretado parcialmente a mediados de los años sesenta en la parte sur del viejo centro. Pero esto es más que un gesto estrictamente arquitectónico: detrás de la idea de un nuevo Centro Cívico para Lima está la apuesta por una notación laica y moderna de la ciudad. Y, por consiguiente, la recusación radical a las connotaciones eclesiásticas, militaristas y oligárquicas de las que se nutre el significado social y simbólico del viejo centro de Lima. En todo caso, esta propuesta de mudanza física y simbólica del «centro» podría considerarse como el primer intento de esta naturaleza desplegado en la Lima republicana.

La Lima posterior a la década del ‘40 vivió en medio de un Plan aplicado a medias y la demostración de su ineficacia respecto a otros aspectos, así como de la confirmación de los desfases entre la radicalidad de un lenguaje moderno trasplantado como producto de importación y las condiciones materiales y culturales de la ciudad. Sin embargo, se debe reconocer que sus efectos han terminado por alterar la fisonomía y contenido del área central.

Pueden mencionarse dos fenómenos característicos de los cambios producidos en el área central entre los años ‘50 y ‘70 con el objetivo de su «modernización»: por un lado, la ampliación y el ensanchamiento de la red vial, tal como ocurrió con las avenidas Abancay, Tacna y Emancipación, así como la acentuación del proceso de verticalización edilicia no sólo al borde de las nuevas avenidas, sino en el centro mismo, como ha ocurrido con muchos edificios en altura emplazados cerca de la misma Plaza Mayor. Estos hechos han significado la demolición y desaparición de una gran parte del patrimonio histórico edilicio y urbano de raíz colonial.

El otro fenómeno se refiere a la reiteración de los intentos por «descentralizar» el poder, expresados en la progresiva mudanza de algunas funciones básicas de constitución del centro como expresión del poder establecido: las funciones de concentración política, financieras y comerciales. A partir del inicio de los setenta, la mayoría de las sedes ministeriales son reubicadas en el distrito de La Molina y el eje de la Avenida Javier Prado. Ocurre lo mismo con las sedes principales de la banca: éstas empiezan a concentrarse en el nuevo centro financiero de San Isidro. Y finalmente, Miraflores y luego San Isidro se convertirían en el principal destino de los centros comerciales destinados a las clases medias-altas y altas. Con la mudanza, el viejo centro de la ciudad quedó reducido a un espacio donde la única manifestación del poder constituido residente fue la Iglesia y el Palacio de Gobierno, como sede figurativa de un errático poder político.

Este «nuevo» centro surgido del proceso post Plan Piloto de Lima es un centro sujeto de un dramático e incontrolable proceso de recambio social, acentuado en sus rasgos más negativos por las sucesivas crisis económicas acontecidas en el Perú en las últimas tres décadas del siglo pasado. Una especie de gentrification al revés. El resultado: un área central en proceso de acelerado deterioro físico, degradación social y una economía informal en sus calles, expresada en una población cercana a 20.000 ambulantes «formales» comerciando de todo. Para muchos este centro es el centro del desborde popular y la migración andina convertida en su principal usuario. Para otros es el reflejo incuestionable de la inviabilidad de Lima como ciudad posible para todos.

A fines de los ochenta, el centro carecía de algún significado fáctico para el poder constituido y para los sectores sociales tradicionalmente vinculados al poder económico y político. Para ellos el centro era un caso de territorio perdido. Pero este centro tampoco parecía haber consolidado un significado especial, no sólo para sus miles de nuevos usuarios pobres llegados a él desde mediados del siglo XX, sino también para la vasta y «deslimeñizada» periferia barrial urbana. O expresado de otra forma: estos cientos de miles de habitantes precarios del centro no encontraron el modo de resignificar simbólicamente los atributos de una nueva centralidad pertinente a sus aspiraciones sociales y culturales, más allá de las misas en quechua en la Catedral o los pasacalles andinos paseando por sus centenarias calles. Ambos hechos eran impensables unas décadas atrás, cuando en la Lima oligárquica la cultura andina había sido recluida a condición de ghetto controlado. En todo caso, junto al nuevo rostro social y cultural del centro, el otro rasgo de este nuevo perfil estaba acompañado por la degradación de la preexistencia histórica y el colapsamiento de su propio valor como espacio de residencia.

2.5. La «recuperación» del centro. El centro neoliberal

A fines de los años ochenta esa Lima la horrible inventada por el poeta César Moro y repensada por Sebastián Salazar Bondy, se hizo entonces más miserable de lo que había sido siempre. Las condiciones no han cambiado en el tiempo. Según estimaciones del Instituto Nacional de Estadísticas e Informática (INEI), de los casi 8 millones de habitantes que registra hoy la población de Lima, el 36% se encuentra en condiciones de pobreza. En realidad, Lima, sigue siendo aún una ciudad miserable con pequeñas islas de ciudad primermundista. En ella más del 35% de la población habita en barriadas. Si a esta cifra se añade aquel 4% de la población que reside en el área central en graves condiciones de tugurización y deterioro físico, puede inferirse que casi el 40% de la población de Lima habita una ciudad informal y casi miserable.

¿Cómo entender en este contexto y en medio de una euforia ultraliberal aparentemente siempre ahistórica, que uno de los fenómenos característicos del proceso urbano limeño de los años noventa haya sido el sorprendente proceso de lo que se ha venido en denominar la «recuperación del centro histórico? ¿Tiene que ver este fenómeno con un igualmente sorprendente incremento de la sensibilidad colectiva por el patrimonio histórico o con otras razones menos altruistas, como el de las actuales demandas de representación de poder por parte de los nuevos actores sociales surgidos en el Perú de las últimas décadas? ¿O resulta una reedición limeña del viejo conflicto entre el discurso librecambista sin escrúpulos y un programa reformista neoconservador apoyado en los valores de la tradición, como impugnación a la cultura venal de los nuevos ricos?

La Lima de comienzos del siglo XXI representa, en referencia a las relaciones entre centro y periferia, el inicio de un nuevo ciclo histórico. Es una ciudad que, así como aspira a expandirse de manera horizontal y difusa, también empieza a «reutilizarse» a sí misma para redefinir las bases del patrón tradicional de crecimiento. Pero también se trata de una ciudad que ha realizado en los últimos diez años un notable esfuerzo para resignificar nuevamente el valor del centro histórico.

La Lima de los noventa fue una cita literal en versión corregida y aumentada de algunas de las fases que caracterizaron el discurso liberal respecto a la ciudad. Aquí se encontraron el liberalismo inicial del boom guanero de mitad de siglo XIX, el programa liberal de Nicolás de Piérola dando nacimiento a la Lima de la República Aristocrática, así como el discurso ultraliberal del oncenio leguista. Oncenio y personaje emulado en su gloria y ocaso casi milimétricamente por los dos gobiernos de Alberto Fujimori.

En este contexto, probablemente uno de los acontecimientos que quedará como hecho distintivo de los noventa, sea el proceso de recuperación del denominado centro histórico de Lima. El modo y velocidad como ha sido conducido ha servido para ser considerado como uno de los acontecimientos urbanos de la década en América Latina. Como parte de este proceso se ha producido una ininterrumpida serie de intervenciones de un fuerte sentido simbólico e impacto social. Se han renovado y recuperado las plazas más importantes del área central (la redenominada Plaza Mayor, la Plaza San Martín, el Parque Universitario, entre otras) y muchos espacios públicos. Sin embargo, la intervención más importante ha sido sin duda la solución adoptada para retirar del área central cualquier forma del densificado comercio ambulatorio. El centro ha quedado literalmente vacío de los casi 20.000 ambulantes para adquirir la imagen de una sugestiva nueva realidad. Respecto al tema de la recuperación de los centros históricos, se empieza a hablar hoy del «Modelo Lima».

¿Por qué es que luego de varios intentos frustrados recién en esta ocasión pareciera iniciarse con reconocido éxito la transformación del centro histórico de Lima? ¿Qué relación existe entre la vocación del reajuste neoliberal por la arquitectura nueva y la modernización de la periferia con esa «vuelta» al centro histórico y el rescate de la memoria histórica? ¿Tiene que ver en algo el hecho que detrás del proceso de recuperación esté un líder opositor al régimen de Fujimori?

Puede pasar por una tesis demasiado rebuscada si afirmamos que en materia de intereses ideológicos, sociales y económicos, el proyecto del alcalde Alberto Andrade y el del presidente Alberto Fujimori, representan opciones paradójicamente complementarias cuando semejantes. Al menos en materia de ciudad y urbanismo los dos encarnan dos rostros surgidos de la misma lógica de producción urbana y que se requieren mutuamente. El centro histórico se hace necesario como proyecto de recuperación urbana en la exacta proporción del peso que adquiere la transformación librecambista de la periferia. La ciudad prefigurada por Fujimori necesita de la ciudad histórica de Andrade, como la ciudad del alcalde limeño precisa de la ciudad neoliberal impuesta por el fujimorato (Ludeña, 1998).

¿Qué es lo que entonces articula y une a estos dos discursos o a estas dos ciudades, la de Fujimori y Andrade, aparentemente antitéticas? Muy simple: los intereses de la llamada neo-oligarquía y su necesidad de forjar una identidad pertinente a su requerimiento de ubicuidad espacial, hoy a medio caballo entre la representación de las franquicias de negocios transnacionales y la evocación trillada de los viejos blasones seudoaristocráticos de la vieja oligarquía limeña. Y en esta demanda de urgir de dos escenarios para resolver identidades sociales escindidas, Alberto Andrade, más que Fujimori, es el que mejor representa a esa neo-oligarquía urgida hoy de identidad histórica y que ya ha vuelto al centro a casarse con misa en la exclusiva capilla de la iglesia de San Pedro y fiesta en el rancio y oligárquico Club Nacional.

Al margen de una lectura sobre las motivaciones ideológicas de fondo, el Plan de recuperación del centro histórico ha producido contribuciones importantes en materia de experiencia proyectual y gestión urbanas, sobre todo en esa área en el que el Perú carece de una consistente tradición proyectual: la renovación urbana en áreas centrales. Proyectos como el Plan Piloto de Renovación Urbana de Barrios, el Proyecto del Río Hablador, o el Plan de Renovación Urbana de las tres primeras cuadras de la Av. Argentina, así como el Parque Cultural, representan un indiscutible aporte. De otro lado el replanteamiento de la actual estructura del área central vía su ampliación y la asignación de un nuevo rol en el contexto de la competencia globalizada entre metrópolis, constituyen señales de un nuevo discurso urbano surgido en los noventa.

El centro tiene hoy otro rostro. Después de casi cien años de ser abandonada por una oligarquía que apostó por el suburbio y la conversión del centro en un Business District según el plan urbanístico de la naciente República Aristocrática, el centro se ha convertido para esta oligarquía en un autentico último refugio para evitar el acoso a esa «ciudad civilizada» defendida por personajes como Federico Elguera, Santiago Basurco o Pedro Dávalos Lisson. Esta vuelta a la «cuna» de la antigua oligarquía es de una otra forma otra manifestación de esta Lima que tras cien años de abrirse a la modernidad oligárquica y capitalista, retorna en un sentido a sus orígenes para confirmar la conclusión inevitable de un período importante de su propia historia.

3. Cota final

El centro y la idea de centro es una forma de construcción histórica, práctica e ideológica que se origina y se reproduce como expresión de las demandas de reproducción económica, social, política y cultural de determinados sectores en su experiencia de producir ciudad. Por ello el valor o disvalor de los centros para el conjunto de la población y la ciudad, la evolución de estos, su apogeo u ocaso, así como su ampliación física o transformación funcional, son consecuencia, en última instancia, de la lógica de reproducción de estas demandas y los condicionamientos cuantitativos referidos a la población y la extensión superficial de la ciudad.

La historia del centro de la Lima republicana registra, de acuerdo a la complejidad de sus funciones de base y del grado de legitimación y reconocimiento social, tres grandes momentos:

3.1. Primer momento: el centro Centro-Ciudad

Este centro corresponde a la estructura de la Lima colonial, pero que consigue extenderse hasta las primeras décadas del periodo republicano, más concretamente hasta el momento de la demolición de la muralla en 1872. Durante este periodo, como había sucedido con la Lima colonial, lo que hoy se conoce como el centro de la ciudad constituía la ciudad misma. En este contexto, la idea de un previsible «centro-centro» estaba identificada con el área de la Plaza Mayor que concentraba las instituciones del poder fáctico: el gobierno, la iglesia y el poder económico. El proceso de los primeros ensanches, la urbanización del suburbio y el éxodo hacia los balnearios del sur iniciado tras la demolición de la muralla, terminaría por relativizar la idea de centro-ciudad para establecer nuevas fronteras entre las nociones de centro y ciudad. A fines del siglo XIX el centro de Lima había dejado de ser la ciudad, para convertirse sólo en un espacio con determinados atributos respecto a una ciudad que poseía ya otras fronteras y funciones.

3.2. Segundo Momento: el centro Center Business District

Este es un centro que empieza a formarse a inicios del siglo XX como producto del programa urbanístico de la llamada República Aristocrática. Su vigencia se extiende hasta comienzos de la década de los ‘70 cuando el centro deja de contar con la base económica y las instituciones financiero-comerciales, y que mantenía las funciones del principal centro financiero y comercial de Lima. Durante este periodo es posible advertir, a su vez, la existencia de cuatro fases relativamente diferenciadas por la progresiva reducción de su estructura multifucional y el grado de legitimidad respecto al conjunto de la población limeña.

a) Centro social-cultural-político-económico: 1900-1940

Este es un periodo en el que el centro alcanza su máximo significado y esplendor como espacio de representación del poder social y económico. Con la Belle Epoque y la imaginería urbana art deco, este espacio deviene espectáculo urbano esencial. Premunido de los fundamentos de una estética neobarroca, la idea de centralidad consigue ser reforzada con la monumentalización de los signos visibles del poder.

b) Centro político-cultural-económico: 1940-1960

Durante este periodo resulta notorio que el centro no es más espacio de residencia de los estratos pudientes. Se mantiene aun como un espacio en el que se concentran para el conjunto de toda la población de Lima, las actividades comerciales y financieras así como educativas.

c) Centro político-simbólico: 1960-1980

Este es el periodo de la consumación del abandono del centro por parte de las principales sedes comerciales, bancarias de matrices asentadas desde inicios del siglo XX. Sucede lo mismo con las más importantes instituciones educativas (por ejemplo, la Universidad Mayor de San Marcos, la Pontificia Universidad Católica del Perú, entre otras), que optan por reubicarse fuera del área central. Del mismo modo en este periodo las principales entidades gubernamentales empiezan a ser reubicadas fuera de esta área. El centro es despojado de muchos de sus símbolos históricos de identidad. Este espacio ya no es más el histórico centro, sino un centro histórico en trance de desestructuración.

d) Centro popular-Lima Migrante: 1980-2000

La consumación del abandono del centro por parte de sus tradicionales moradores individuales e institucionales no significó -a pesar de que muchos parecen creerlo- la «muerte» del centro como espacio de residencia y actividad comercial. Por el contrario, este espacio no tardó en adquirir otro rostro y una nueva identidad gracias a aquellos nuevos habitantes que entre migrantes y población de bajos recursos empezaron a habitarla desde mediados del siglo XX. Este es el centro de calles abarrotadas, de miles de ambulantes, de callejones y conventillos cada vez más tugurizados. Este es el centro que adquiere una mayor significación social y cultural para la población barrial y los distritos populares. Es el centro del desborde popular sin límites y el caótico asalto cultural del Perú profundo.

3.3. Tercer Momento: el centro tras el centro histórico

Es un periodo no concluido aún. Se inicia a mediados de los años noventa como un proceso que pretende -como sostienen sus gestores- «recuperar el centro». La iniciativa, si bien parece colectiva, ha sido liderada por el alcalde Alberto Andrade, quien a su vez es miembro de una clase media ascendente y representante de una opción política con intereses específicos. ¿Para quiénes, para qué y hasta qué punto se pretende recuperar el centro tradicional de la ciudad? ¿Se trata sólo de revertir el proceso de degradación que se registraba como inexorable en los últimos años? ¿O se trata de evitar que el centro termine de consolidarse como un «centro popular» dispuesto para la Lima migrante e imposible de ser revertida? ¿Se trata de ir en la búsqueda del centro perdido? ¿O se trata de refundar un nuevo centro coherente con las transformaciones experimentadas por Lima en las últimas décadas? ¿Cómo refundar un centro si el poder que lo requeriría para lograr autorrepresentarse lo hace muy bien en sus múltiples centros móviles de poder, como son el nuevo barrio financiero de San Isidro, los nuevos malls de los noventa y los centros mediáticos del sur de Lima? Los cambios producidos dejan más interrogantes que certezas. Se trata de una etapa en la que es posible advertir las señales del fin e inicio de un nuevo ciclo histórico en la transformación de este importante espacio de la ciudad.

Un repaso a la historia del centro de la ciudad de Lima nos sugiere un rasgo característico: su precariedad y el poco grado de pregnancia e institucionalización. Rasgos que en última instancia corresponden al débil grado de consolidación de los diversos sectores sociales y sus intereses políticos y económicos. Pero también corresponden a las características estructurales del desarrollo de una ciudad que ha tenido lugar sin una adecuada relación entre centro y periferia. Ni los ricos hicieron un centro sólido ni los migrantes provincianos lograron transformarlo para sí, como sí sucede con la barriada limeña.

La relación de los distintos sectores con el centro como espacio de vida y discurso ideológico ha sido compleja y contradictoria, tanto como la afirmación o negación de su propia identidad. Si durante el periodo colonial el centro-centro fue inevitablemente un espacio más homogéneo y de inevitable inclusión, el centro de la Lima republicana fue un centro de exclusión, un espacio diseñado para reforzar las diferencias antes que para desaparecerlas. No ha sido por lo general un espacio de encuentro y construcción de ciudadanía, sino un espacio de representación y afirmación escenográfica de un poder siempre inseguro de su propia legitimidad.

Las modificaciones del centro de Lima, si bien obedecen a las transformaciones de los intereses sociales en juego, estas han estado funcionalizadas en última instancia a las necesidades de legitimación histórica de un poder autoritario militarista (la mayoría de los gobiernos del Perú). Por un lado, urgido del aval de una tradición urbanística concentrada en el centro de la ciudad (el caso de los gobiernos de los generales Oscar R. Benavides (1933-1939) y Manuel A. Odría (1948-1956). Y, por otro, en la recusación de este espacio como símbolo identificado con el proyecto histórico oligárquico de ciudad, tal como ocurrió con el gobierno militar del Gral. Velasco Alvarado (1968-1976). Al margen de los gobiernos centrales y municipales elegidos a inicio y fines del siglo XX, como es el caso de los alcaldes Federico Elguera (1901-1908) y Alberto Andrade (1996-a la actualidad), el primero inventado el centro de la república Aristocrática y el segundo tratando de recuperarlo, la acción de estos gobiernos estuvo influenciada por la lógica impuesta por los gobiernos militares respecto a las relaciones entre poder y ciudad, ente centro y periferia.

Con algunos pocos episodios de apuesta socialdemócrata posliberal, el liberalismo librecambista ha sido la base dominante de la economía peruana republicana. Este es por consiguiente el régimen de base en el desarrollo de las ciudades y la constitución de sus estructuras de centralidad. Por ello podría resumirse la historia en dos grandes tipos de centros: el «centro liberal» de inicio de la república y su versión más acabada en el proyecto urbano de la República Aristocrática. Y, el «centro neoliberal» neopopulista de fines del siglo XX. En realidad se trata de dos versiones de una misma matriz presente ya en el origen del modelo republicano liberal de hacer ciudad.

Por un lado, el liberalismo criollo optó por construir una ciudad como tierra de nadie en la que la lógica de la iniciativa individual y el capital rigieran los destinos de la ciudad. Para establecer diferencias con el control colonial de la ciudad, la ciudad del liberalismo criollo debía optar por el modelo ilustrado de desacralización del espacio urbano en sus fundamentos religiosos (moral pública y privada, cotidianidad urbana, hitos de referencia urbana, etc.), así como de construcción de una idea unitaria de ciudad representativa, laica, higiénica, positivista y burguesa, en oposición radical a los espacios históricos del poder colonial.

El centro limeño de esta ciudad del liberalismo criollo representa, al menos en su versión oligárquica de la primera mitad del siglo XX, esta demanda liberal por construir un espacio de representación colectiva pero con claros fines de legitimar la estrategia liberal de expansión de la ciudad (todas las nuevas y grandes avenidas del inicio del siglo XX parten (y se dirigen) del centro de la ciudad) y marcan la escisión de la ciudad civilizada y la ciudad salvaje de los pobres. El centro ya no es más el espacio colonial de convergencia social. El nuevo centro liberal es el espacio donde empieza realmente la exclusión social.

El centro liberal tampoco pudo consolidarse definitivamente. La idea de un espacio central unitario que con sus perspectivas neobarrocas y sus edificios lujosos debía compensar el caos afiebrado de los negocios inmobiliarios de la periferia emprendidos por la propia oligarquía, nunca llegó a concretarse. Primero, porque la lógica del capital liberal oligárquico tuvo siempre respecto al centro una doble moral o actitud ambivalente derivada de una contradicción que nunca pudo resolver: necesitar del centro (y la ciudad) cuando toda la base de acumulación de su poder económico se encontraba fuera del área central (en la periferia) y fuera de la ciudad (en las minas de la sierra y las haciendas de la costa peruana). La ciudad y su centro podían ser un espacio materialmente prescindible, si no fuera por la necesidad de contar (eventualmente) con un espacio de autorrepresentación social.

En realidad el conocido deterioro y degradación social y física del centro no tiene que ver en su causa generadora -tal como aún algunos sostienen- con la presencia masiva de sus nuevos inquilinos precarios que empezaron a poblarlo sostenidamente desde mediados del siglo XX. En realidad la causa inicial que origina este proceso se encuentra en esta doble actitud de la oligarquía liberal que no tuvo ningún reparo en abandonar el centro y sus inversiones en él para abocarse a crear una ciudad periférica excluyente. La idea de un centro degradado por la migración andina resulta de un cinismo sin límites como cuando los que provocaron su ruina durante gran parte del siglo XX se declaran hoy sus salvadores.

Si el liberalismo criollo de inicios del siglo XX optó con sus propias ambivalencias por un centro de representación autoritaria en clave de estética urbana neobarroca, este siglo se cierra con los esfuerzos de un programa de «recuperación del centro» enmarcado por un discurso neoliberal desde el punto de vista económico, político y cultural. En este caso el liberalismo criollo de inicio de la república deviene en virtud de la década fujimorista en neoliberalismo populista autoritario y antidemocrático. El hilo que conecta ambas experiencias históricas no es ni la arquitectura, ni el propio urbanismo, sino los modelos y políticas liberales de base que gobernaron gran parte de la república. Y algo más importante: el compartir de una u otra forma la misma base social, tal como ocurriría con el apoyo brindado al régimen de Fujimori por los herederos del liberalismo criollo oligárquico.

Sin embargo hay diferencias entre estos momentos. En contraste al primer liberalismo incapaz de admitir el consenso social y la diversidad cultural, el neoliberalismo populista de fines del siglo XX puede hacerlo en el marco de una política de beneficio a los más ricos y filantropía social con los sectores de la denominada extrema pobreza. En medio: una sociedad y ciudad fragmentadas, desinstitucionalizadas, con redes sociales desestructuradas. Si el primer liberalismo requería aún la ciudad y el centro como espacios casi privilegiados para su autorepresentación social, el neoliberalismo neopopulista no lo requiere, habida cuenta de la existencia hoy de otros medios más eficaces (los medios de comunicación masiva, por ejemplo) para lograr este propósito. A este segundo sector le interesa solo el centro como «centro histórico». Como espacio cultural antes que económico. Como una especie de valor agregado cultural al conjunto global de sus inversiones. Por ello y por su carácter neopopulista, se permite abogar por la diversidad y la presencia de culturas alternativas en el espacio central de la ciudad.

El centro urbano arquitecturizado por el liberalismo deviene hoy espacio diluido por los instrumentos mediáticos y la necesidad del neoliberalismo posmoderno criollo de un centro móvil. El centro-centro es hoy la ciudad de varios centros con una suerte de meta-centro inasible físicamente, pero efectivo en su capacidad de control de los comportamientos urbanos, tal como ocurriría con la alianza perversa entre la libertad individual ilusoria amparada por el neoliberalismo fujimorista y el perverso control de la privacidad y las decisiones individuales por parte del servicio de inteligencia montesinista. El centro de la ciudad ya no es ni representa el poder. Para el neoliberalismo fujimorista los nuevos espacios de centralidad se encontraron en los espacios financiero-comerciales de la periferia y el servicio nacional de inteligencia. La prueba es que se puede ser y mantener un régimen profundamente autoritario sin necesidad de representarlo a través de una especie de centralidad exaltada con los signos del poder.

La historia del espacio central de la ciudad ha sido en resumen la historia de un bien esquivo, requerido y abandonado, glorificado y satanizado, al mismo tiempo. Pero con una constante a lo largo del tiempo: ha sido la historia de una sistemática disolución y degradación de sus propios contenidos y formas. Y la causa principal tiene que ver en un sentido global con las defectivas relaciones entre sociedad y ciudad como las que se han producido históricamente en el Perú. Pero también, en un sentido específico, con un proyecto liberal de ciudad y centro que trajo consigo su propia negación. Ha sido un proyecto que se ha demostrado como inviable para la mantención y conservación del centro como espacio establecido. Esta es la causa del por qué el centro de Lima estuvo signado por una especie de muerte anunciada desde su propia refundación republicana. La apuesta liberal por el centro fue un proyecto estructuralmente inviable debido a los intereses contradictorios de la propia oligarquía de inicios del siglo XX y la neoligarquía neoliberal peruana de fines de este siglo. Un proyecto imposible. Una promesa que nunca podría haber sido cumplida. Los forjadores fueron sus propios victimarios.

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1Una versión preliminar del presente texto fue presentada como ponencia al taller internacional «Las transformaciones de centralidad y la metodología de su investigación». Cátedra Walter Gropius, Facultad de Arquitectura, Diseño y Urbanismo/Universidad de Buenos Aires/Deutscher Akademischer Austauschdienst. Buenos Aires, 26-27 noviembre de 2001.

2Profesor Doctor en Urbanismo por la Technische Universität Hamburg-Harburg. Director de la Maestría en Renovación Urbana, Sección de Postgrado, Facultad de Arquitectura, Urbanismo y Artes, Universidad Nacional de Ingeniería, Lima, Perú.

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